Texto: Manuel Recio
Fotografías: Jaime Massieu
Cuando Bettye LaVette empezó su carrera en el mundo de la música a los 16 años, allá por 1962, la mitad del público que se congregaba en Teatro Lara de Madrid la noche del 7 de octubre aún no había ni nacido. La otra mitad, con toda probabilidad, no tenía edad suficiente para escuchar discos y muchos menos de soul. Sin embargo fueron pocos, por no decir ninguno, los que se quedaron sentados en sus asientos cuando Bettye cantó su número final: una plegaria a cappella que estremeció al auditorio donde habla de algo tan simple como la búsqueda de la felicidad a través de su propia travesía por el desierto.
Su aspecto puede parecer frágil -piernas delgadas, brazos finos tirando a fibrosos, apariencia menuda- no cumple con el manido estereotipo de negra culona con torrente de voz, vaya. Ahora bien, cuando se pone a cantar, su potencia vocal parece como si el Lago Michigan se desbordará sobre Detroit, su ciudad natal, y arrasara con todo. Nadie queda ajeno. Te toca, te llega, te impacta o te eleva. A la segunda canción ya prescinde de sus zapatos de tacón, a la tercera se sienta en una banqueta porque «soy una mujer mayor que lleva 54 años de carrera musical». Bettye LaVette domina los espacios escénicos como un artesano la pieza de madera que debe pulir. En los interludios de las canciones se muestra locuaz, explica lo importante que ha sido para ella España, porque le abrió las puertas de Europa.
Precisamente a Europa, en concreto al rock británico, mira su repertorio en Interpretations: The British Rock Songbook, donde ataca con sensibilidad un tema de George Harrison, «Isn’t it a pity» . Después es seducida por los ritmos del rock de Lucinda Williams en «Joy». Un cancionero ajeno, diseminado por una discografía irregular, con sus altibajos artísticos. Pero Bettye no está para lamentaciones, como mucho, para reírse con sorna de su propio destino. Ha luchado mucho para llegar hasta donde está y ahora sobre el escenario despliega optimismo.
Para presentar su siguiente número, cuenta cómo en 1972 nadie apostaba por que un tema de folk funcionara en clave de soul. «Lo he regrabado porque me apetecía hacerlo, a ver qué os parece». Y cuando suenan los primeros compases de «Heart of Gold» de Neil Young, nadie se plantea si funciona la alquimia musical, tan solo hay que dejarse llevar, Bettye hace poesía con las melodías del maestros Young. Si hubiera que elegir un momento de la noche, este podría ser el candidato número uno. Como no, aborda su primer single, el que la puso en el mapa, «My Man-He’s a Loving Man», el tema más coreado de la noche, soul vocal que a pesar de estar lanzado por Atlantic tiene marca Motown, en la estructura y los coros principalmente.
Hay algo en las inflexiones de Bettye LaVette que hablan de verdad, de autenticidad como fiel testigo de la época dorada del soul en la ciudad elegida, Detroit, sede de Motown. «Todo el mundo cantaba en un grupo vocal en Detroit en los 60». Ella hizo giras con las grandes leyendas del género como Otis Redding, Ben E.King o James Brown, pero no tuvo el reconocimiento que merecía. En Madrid, sobre las tablas del Teatro Lara, dejó una imponente muestra de que el soul tiene mucho de tristeza, de reivindicación, pero también de esperanza. Su número espiritual final, I Do Not Want What I havent’ Got -un poema tradicional irlandés grabado por primera por Sinead O’Connor- refleja la historia misma de Bettye: «Camino por el desierto, sin miedo al calor, tengo todo lo que pedí, y no quiero lo que no tengo. Aprendí de mi madre, de lo feliz que me hizo, cogeré este camino aunque no sé bien donde me llevará. Tengo agua para el viaje, tengo pan y vino, nunca más pasaré hambre, me comeré la vida a pedazos«. Sobran las palabras, crecen los Pequeños Grandes Momentos.