Texto e imágenes: Pablo Luna Chao.
Seguramente Wilko Johnson ya era tan afable y expansivo antes de sufrir el cáncer terminal de páncreas, al que ha vencido milagrosamente, como lo es ahora. Hay referencias suyas en ese sentido, de su entrega y de sus rabiosos directos, desde principios de la década de los ’70, cuando saboreó la fama con su banda Dr. Feelgood en los inicios y máximo apogeo del pub-rock en el Reino Unido. Pero en su carácter algo tiene que haber cambiado. Ahora se declara feliz de estar en todas partes, casi como un retornado in extremis del último exilio.
Se levanta la camisa para colocarse el micro antes de la entrevista, a escasos minutos de empezar el concierto, y nos muestra orgulloso una cicatriz enorme que atraviesa su torso blanquecino imitando el logotipo de Mercedes-Benz. La herida de una guerra que ha ganado, para el bien de la música. Porque aunque el hombre ya fuera más o menos así en su vida anterior, fogoso y pasional sobre el escenario, esta traumática experiencia le ha convertido en poco menos que un mito: ahora, en su nueva vida, es el guitarrista que esquivó a la muerte haciendo blues.
Un blues inyectado en ritmo y en actitud desenfadada. Ese fue el último deseo que Wilko Johnson le pidió a la parca antes de partir. Roger Daltrey, viejo amigo y vocalista de The Who, removió entonces Roma con Santiago para llevar a cabo un antiguo sueño conjunto que tenían, y once meses después –a Wilko le pronosticaban solo diez de vida– «Going Back Home» fue el resultado. El álbum se puso a la venta el mismo día en que operaban al guitarrista y volvía a nacer, el 25 de marzo de 2014, convirtiéndose rápidamente en disco de oro en su país y marcando otra cumbre en su carrera. El caso es que Wilko Johnson, ese hombre, presentaba ayer ese disco en el Teatre Apolo de Barcelona, en un concierto orquestado por 1906 en el marco de su ciclo Pequeños Grandes Momentos. No vino Roger Daltrey, pero el músico de Canvey Island se personó acompañado por el bajista Norman Watt Roy y por el baterista Dylan Howe, escuderos de auténtico lujo para la hora y media que duraría el recital. Pero apenas hicieron falta quince minutos, o sea, un par o dos de canciones, para que el público se pusiera en pie.
Porque la celebración del rythm and blues, por definición, se hace bailando; y más si el músico que tienes delante, el responsable de la efervescencia, acaba de superar un cáncer, uno de los peores que existen. El inevitable resultado fue el Teatre Apolo convertido en una fiesta: en un guateque sin humos protagonizado por un genio que puntea sin púa. Wilko Johnson, el francotirador de la telecaster, agarra la guitarra de una manera particular, y su mano derecha se dedica a blandir ritmo tras ritmo, escala tras escala, construyendo canciones que van mucho más allá de la cimentación de un género esporádico como fue el pub-rock. Se trata más bien de una forma concreta de interpretar el blues, la suya, la de Wilko; un enfoque más pegajoso y descarado que el de los clásicos: de bar, de cerveza oscura servida en la barra. El tipo de blues que haría un hombre que ha vuelto a nacer, sin escatimar ritmo, sin especular un solo rift ni un solo acorde, y sin tiempo que perder en lamentaciones inútiles o bajadas de pulsación. Irradiando un aprecio por la vida que se colaba deslumbrante por entre las líneas del pentagrama.
En un contexto así, poco importa qué canciones sonaron o cuáles dejaron de sonar. Baste decir que el repaso de su carrera fue generoso y en absoluto monopolizado por su último trabajo. Interpretó sobre todo temas de su etapa con Dr. Feelgood como «Roxette», «Back in the Night», «She Does It Right» e incluso «Going Back Home», pero no la que da nombre a su álbum con Roger Daltrey, sino la de Malpractice, el segundo disco de la banda que le dio a conocer, fechado en 1975. Más de 40 años resumidos en una hora y media de música sin tregua, coronada por la versión de «Bye Bye Johnny» de Chuck Berry con la que Wilko viene cerrando sus actuaciones últimamente.
Obviamente, a la salida del concierto todo eran sonrisas de satisfacción, e incluso muchas estaban enmarcadas por un evidente gesto de admiración por el ánimo y la energía de aquel hombre. Verle moverse de un lado a otro, poniendo muecas de pasión, sintiendo la música en su interior y a su alrededor, lleno de vitalidad y amabilidad, es algo que impresiona, es cierto. Pero hacerlo recordando el surco que recorre su cuerpo bajo la camisa, es el primer paso para empezar a creer en los milagros.